martes, 24 de noviembre de 2009

DISCURSO DE INGRESO EN LA R.A.E. DE ANTONIO FERNANDEZ ALBA "LETRA o minuscula"

Palabras sobre la ciudad que nace / D. Antonio Fernández de Alba

MADRID, 12 de marzo de 2006

Excelentísimo Señor Director de la Real Academia Española, Excelentísimos Señoras y Señores Académicos, Señoras y Señores:

I

«Cuando la realidad acomete al que despierta, la verdad con su simple presencia le asiste. Y si así no fuera, sin esta presencia originaria de la verdad, la realidad no podría ser soportada o no se presentaría al hombre con su carácter de realidad»1 .

Bajo esta bóveda, metáfora protectora de las palabras de María Zambrano, me atrevo a enunciar, en esta ceremonia de recepción de la Real Academia Española, dos escuetas e indecisas palabras: gratitud y benevolencia. Gratitud, sentida y profunda, por acogerme con tanta generosidad en este «Recinto de la palabra», «Ágora del significado», donde se consolidan aquellos acontecimientos del habla con la presencia originaria de la verdad del lenguaje humano; y benevolencia, atendiendo a mi quehacer como arquitecto, que se ejercita en el trabajo de construir difusas siluetas para los recintos donde habitamos mediante el lenguaje de las formas de la arquitectura.

Soy consciente de que este viejo oficio de la téchne está inmerso en la precisa función de ennoblecer la materia en su expresión simbólica, en acorde sintonía de la memoria con la mirada, y que este quehacer de la arquitectura ofrece señaladas diferencias con ese otro oficio de definir la palabra desde las palabras. No podemos olvidar que el lenguaje describe y construye el sentido de la materialidad del mundo que vamos a habitar, y que el hecho esencial de nuestra estructura ontológica es «ser lenguaje, [...] pensamos en el lenguaje, vivimos en el tiempo»2 , como nos recuerda el académico Emilio Lledó.

Para el griego, el tékton, sujeto de la actividad tectónica —tektoniké téchne—, era el constructor de la casa del príncipe y, también, un hombre, una palabra, capaz de construir la más bella de las casas; tanto nos condenan o redimen los lugares que habitamos que llegamos a ser los espacios que construimos. Conocido es que la fundación de la ciudad será el lugar donde el mito podrá esculpir nuestras emociones, la razón trasladar los escenarios simbólicos del habitar humano, y que este recinto material se edifica bajo el sino de dos palabras: ars y téchne.

Debo confesarles, señoras y señores académicos, que en mi dilatado trabajo como arquitecto siempre aspiro a proyectar y edificar la arquitectura como un acontecimiento de expresiva carga poética, y este modo de imaginar y construir requiere, sin duda, una gramática de renuncia. Renuncia, desde la propia caligrafía de la forma, a las seductoras apuestas de sumisión que ofrece en nuestro tiempo una civilización subyugada por la cultura de la mirada, y donde los usos y funciones del espacio capitulan ante los juegos de imagen de las «ficciones útiles»; renuncia, en lo posible, a poder cerrar las contraventanas a la luz de la nostalgia hacia la forma consagrada; renuncia, en fin, a contemplar la realidad del espacio sólo como alusión alegórica, ensueño o falsedad.

Añadiré que mi vínculo como profesor universitario durante tantos años, y mi presencia, próxima a cumplirse dos décadas, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pese a tantos desiertos, páramos y despoblados cerros de los que hemos sido testigos en el foro de las artes, me han permitido relacionarme con estas formas de expresión de la arquitectura a las que aludo, desde las incertidumbres del espacio, los avatares del tiempo y las metáforas posibles para edificar la morada, lenguaje tan próximo a la enriquecedora expresión gramatical que tiene como sujeto el espacio, como verbo el tiempo y la arquitectura como predicado o, en una sintaxis más primaria, como la secuencia del relato de espacio, tiempo y palabra, terna que ha confirmado, en mi convicción sensible, la naturaleza común que tienen el espacio y la palabra.

Tiempo y palabra se sucedieron en silencio y soledad para edificar la ciudad sobre el exilio de la naturaleza y su geografía humana, aconteceres que han hecho del espacio de la ciudad su horizonte más privilegiado, en el itinerario que va del mito al logos, recorrido que otorga a la polis el poder formalizar los recintos del diálogo fundador de realidad. La ciudad es, sin duda, lugar y residencia de la palabra.

Si les narro con redundante imprecisión perfiles tan lejanos de identificación, no reclamo, sin embargo, otro motivo que evidenciar la distancia entre el ideal del yo y la necesidad de esas mediaciones metafóricas, como si intentara diseñar un arquetipo de ática belleza para hacer frente a una realidad grave y de silenciosa mediocridad, que opera en nuestro tiempo en la construcción de la arquitectura de la ciudad. Sin duda, no deja de ser una aventura desmesurada el pensar recorrer con atención crítica esos caminos tan depauperados, donde los espacios, en esas arquitecturas, se transforman en mercancía trivial del absolutismo de los «constructores de la ciudad» o en los escarceos banales de la cultura dominante, que tratan de fundir la desilusión y el pesimismo de la época en oblicuos caleidoscopios de monótona tecnología.

Son los recintos de una ciudad que nace y refleja en su arquitectura los tiempos de transición de confuso y alterado crecimiento, que tratan de reconquistar las esperanzas frustradas de un hábitat democrático en los convencionales saberes de una tecnocracia, colonizada esta por los dogmas de la competitividad, ese mundo ficticio de formas, dinero y consumo bajo la máxima de «haces historia cuando haces negocio»3 .

Me parece a mí que el trabajo que en esta Real Academia Española se realiza entre los diferentes apartados a que esta institución atiende, viene a ser algo parecido al que se requería de los artistas modernos en las primeras décadas del siglo precedente, que según T. S. Eliot, recogiendo las enseñanzas de Mallarmé, «es el de purificar el dialecto de la tribu»4 . Para ustedes, señoras y señores académicos, es tarea cotidiana, como ya he podido comprobar, encontrar las palabras, indagar y precisar sus ecos, las resonancias morales, corroborar las innovaciones técnicas, sus referencias, esclarecer el acontecer artístico, las repercusiones sociales, las incesantes mutaciones de forma y contenido, clarificar la aporía de la palabra y relacionarlo todo con nuestro entorno comunitario.

En este ilustre ámbito académico que con tanta generosidad me acoge, desearía dejar constancia de mi gratitud a esta Real Academia Española, a su director, el excelentísimo señor don Víctor García de la Concha, y a todos ustedes, señoras y señores académicos. Permítanme, también, una mención señalada a los excelentísimos señores que han tenido a bien presentar mi candidatura para un acontecimiento tan singular en mi vida, que nunca llegué a imaginar ni en la penumbra del ensueño. Mi gratitud, deuda moral, para Luis Mateo Díez, que alberga tanto afecto personal como nobleza, elocuente en sus iluminados paisajes y retablos de ficción; a Claudio Guillén, referencia y seguro camino abierto para deambular entre «lo uno y lo diverso» en generosidad y sabiduría; a Emilio Lledó, quien sembró, hace tantos años, profunda amistad y sementera precavida en el «surco del tiempo» hacia los banales «campos de la fama», me ayudó a esclarecer con clarividencia aquel deseo kantiano de que «el sujeto sólo puede realizarse en la esfera moral» y que, ahora, con verbo y sabiduría reposada contesta mi discurso de ingreso.

El azar ha querido que el sillón que voy a ocupar en esta Real Academia venga signado por la «o» minúscula. Su grafía cerrada responde a la de una geometría de proporciones democráticas desde el centro a los límites de su periferia: su círculo reparte por igual su carga fonética, inaugura el asombro infantil antes que el pensamiento pueda manifestarse por palabras, protege y defiende el demos, recorre la sonoridad de los sentidos —tacto, visión, sabor y oído—, describe con su repetición el drama del dolor humano —holocausto—, atrapa, con su encanto, la palabra más bella de las miradas del ser —amor—, se nubla en las geografías de la percepción —otear—, acontece como obertura en la singular sinfonía del kosmos, nos proporciona la dual epifanía del logos, y nos anuncia la síntesis de la experiencia arquitectónica —espacio, tiempo.

En un agudo artículo titulado «Y», Vasili Kandinsky planteó la excitante cuestión de si no existiría una palabra clave que caracterizara a los siglos XIX y XX, y su respuesta —nos lo recuerda Ulrich Beck en un trabajo reciente— fue que «el siglo XIX estuvo al servicio del "o", y el siglo XX se ha dedicado a la búsqueda del "y"»; lo que Kandinsky quería decir, esencialmente, era «síntesis», por ejemplo, entre técnica y arte. Pero es evidente que las voces «o» e «y» son mucho más amplias: por un lado, está el empeño de separar, definir, buscar la unicidad..., el control; por el otro, imperan la variedad, la diferencia..., la globalidad, la afirmación de la ambivalencia, la ironía; preguntarse por la «ciudad del "y"» es plantearse, concluye el profesor Ulrich Beck, «la ciudad de un mundo que se ha hecho inacabable»5 .

Por eso, al reflexionar sobre esta bella y modesta vocal «o» minúscula, debo confesar que la encuentro prisionera de sus propios límites semánticos, lo mismo que este modesto aprendiz que va a ocupar su sitial vacío. Deseo y espero que la verdad del trabajo bien hecho me asista, y, acompañado de su atento beneplácito y aguda benevolencia, diré, como apuntaba Marcizza, aquel humanista entusiasta de Séneca, «todo mi cuidado lo pondré para que no se me reproche contradicción entre mis palabras y mis actos».

Cuidado que en grado extremo cultivó mi predecesor, el académico don Ángel Martín Municio, a quien no llegué a conocer personalmente, pero sí los ecos de su magisterio, dotes universitarias y académicas para una dilatada tarea investigadora en el campo específico de su especialidad y en los saberes próximos del conocimiento científico. Su perfil biográfico dibuja con nitidez un encuadre bien construido, como era su laboriosidad creativa, su sensibilidad para acercarse al mundo de la hipótesis, su paciencia metodológica para proseguir desde la tarea experimental el discurso científico, valores que se complementaban con su capacidad de organización y difusión de este conocimiento, y su dinamismo como viajero y explorador en busca del pensamiento límite de las Ciencias Químicas, Bioquímica, Biología Molecular, de los mecanismos esenciales de la vida, de los procesos de síntesis y diferenciación.

Al profesor Ángel Martín Municio le tocó vivir, como a muchos de nosotros, el alterado paisaje de las crisis de las culturas europeas en los mundos de la ciencia, las viejas humanidades y la transgresión y epifanía de los lenguajes de las artes plásticas6 .

Para el hombre de ciencia, la búsqueda de lo moderno siempre ha tenido que entablar una cierta tensión con el pasado como forma de existencia y, sobre todo, de sensibilidad, con la intención de superar las premisas racionales y morales de algunas generaciones precedentes. Martín Municio, en su dilatada vida de investigador y académico, fue un hombre convencido del nacimiento de una nueva filosofía de la naturaleza, y así lo manifestaba en tiempos nada fáciles en la España de mediados del siglo XX, donde sólo los recintos del conocimiento científico y los parámetros de sus metalenguajes permitían, a veces, crear un fortín neutral frente a las específicas agresiones de la oscuridad sociopolítica de la época.

«Para mí —señalaba el profesor Ángel Martín Municio—, el nacimiento de una nueva cultura, en la que, anticipo, sí creo, va a tener mucho que ver con la conexión de las ciencias y las artes, con un aspecto de la cultura tradicional, con una nueva filosofía de la naturaleza...»7

Ángel Martín Municio había nacido en Haro en 1923. Cursó la licenciatura de Ciencias Químicas en la Universidad de Salamanca y la de Farmacia en la Universidad de Santiago de Compostela. Se doctoró en Ciencias y en Farmacia por la Universidad Central de Madrid —hoy Universidad Complutense—, y fue, en 1967, el primer catedrático de Bioquímica de la Facultad de Ciencias de dicha universidad. Fue el introductor en España de los estudios de Biología Molecular e investigó en las universidades de Utrecht y Newcastle, así como en los laboratorios Mill Hill de Londres y en el Medical Research Council de Cambridge. Fue vicerrector de la Universidad Complutense entre 1982 y 1986; representante de España y vicepresidente, en la OCDE, de la Conferencia Europea de Biología Molecular; director del Departamento de Investigación Básica del «Síndrome Tóxico» y del Departamento de Biología de la Fundación Juan March, entre otras muchas instituciones y fundaciones a las que prestó especial dedicación, sensibilidad e inteligencia, como señala en pormenorizada reseña biográfica, en el Boletín de la Real Academia Española, con motivo de su fallecimiento el 23 de enero de 2002, la académica Carmen Iglesias8 .

En 1969 es nombrado académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la que, en 1985, resulta elegido presidente, cargo en el que permanecería hasta su fallecimiento. En esta institución dirigió los trabajos del Vocabulario científico y técnico, diccionario esencial de la ciencia.

En 1984 es nombrado académico numerario de esta Real Academia Española, de la que fue vicedirector de 1992 a 1998. En 1990 inició la renovación y estructuración informática de esta institución en aquellos aspectos relacionados con la aplicación de las nuevas tecnologías a la lingüística. Fueron diversos y minuciosos los trabajos sobre el valor económico de la lengua española, y de indudable interés, por aproximar las técnicas y procesos de la econometría y los de la lingüística en relación con el español. Fue el primer académico que se ocupó de esta sección en la RAE. Recibió en su vida múltiples y señaladas distinciones, entre las que cabe destacar la Medalla al Mérito de la Real Sociedad Española de Física y Química, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio o la Medalla de Oro de La Rioja, su tierra natal.

Densa y apretada biografía, aquí apenas esbozada, para un hombre de ciencia que, a través de los perfiles iniciales que van alumbrando algunos de sus alumnos, compañeros de academias y biógrafos, nos permite entender que el académico e investigador Martín Municio era consciente de que ciertas cuestiones de los interrogantes del conocimiento «sólo pueden decidirse —como bien ha precisado Habermas— a través del diálogo, y ese diálogo lleva consigo una gramática de la acción razonable». Debería añadir, para una mayor precisión del campo teórico-práctico donde el profesor Martín Municio trabajaba, que entiendo por gramática de la acción razonable «la organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia», como G. Steiner señalaba con tanta claridad.

El período que vivió el académico Ángel Martín Municio no fue una época propicia para potenciar esos procesos del conocimiento; el entorno respondía a un clima que presentaba un panorama bien preciso de alianzas entre pensamiento burocrático, sistema de poder y cultura del consumo acelerado.

Peregrinó por los senderos de los interrogantes del misterio de la Biología, como vocación y modo de conocimiento, la forma más noble para el ejercicio de la vida. Quede aquí, señoras y señores académicos, mi elogio sentido y breve para rendir memoria y palabra a tan ilustre académico.


Para consultar las imagenes, que estan referenciadas en el texto, les adjunto el link:

http://www.rae.es/rae/gestores/gespub000001.nsf/(voAnexos)/archB2D8E80FA7ABB618C12571480039DDA5/$FILE/Fern%C3%A1ndez%20de%20Alba.htm

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